Mi reflexión sobre el reloj como accesorio, símbolo personal y experiencia íntima, más allá de su función meramente utilitaria.
Esta frase la escucho más cada día: ninguno de mis dos hijos adolescentes usa reloj. Mi jefe no usa reloj. Muchísimos compañeros de trabajo no usan reloj. Desde luego, el omnipresente celular se ha convertido en el reloj de facto. Y los que llevan algo en la muñeca es un smartwatch, muchas veces un Apple Watch.
¿Y eso es bueno o malo? Para empezar, no es una cuestión moral, de bondad o maldad. No es un tema ético: ¿nos eleva a lo mejor del ser usar o no usar reloj? Desde luego que no. Pero quizá una aproximación distinta (no necesariamente mejor, solo distinta) sea preguntarnos: ¿qué nos da o qué nos quita usar o no un reloj?
El reloj funcional ya no es indispensable
Desde el punto de vista funcional, un reloj —el que sea— ya no es tan importante. Durante años, los relojes de las plazas públicas ayudaron a mantener el orden temporal de la población y, ante la falta de un reloj, siempre era fácil encontrar a alguien y decirle: “¿me da la hora?”. Pero el reloj que llevamos puesto nos evita buscar relojes en la torre del pueblo (si es que eso todavía ocurre) o algún reloj público (no recuerdo últimamente haber visto ninguno en la ciudad), o molestar al transeúnte que pasa, cada vez más desconfiado —por cierto—.
Sin embargo, para mí es muy claro: el reloj está cada vez más lejos de su mejor uso funcional. Porque esa función es fácilmente sustituible a través del teléfono. Incluso ni siquiera hace falta verlo: basta con llamar a un incompetente asistente digital (todos igual de inútiles, a cuál más) y preguntarle la hora.
El reloj como accesorio: un superviviente
Ahora bien, hay ciertos accesorios que cada vez se vuelven más inusuales. Algunos, francamente extraños, como el sombrero. Después de la pandemia, las corbatas son cada vez más raras, tanto en entornos de trabajo formales como incluso en fiestas nocturnas. Y tenemos, desde luego, al reloj.
Nadie puede cargar a cuestas su casa. Tampoco uno puede llevarse el Porsche encima todo el tiempo. La ropa, pues hay de todo: ropa absolutamente desechable y utilitaria, hasta alta costura. Pero hoy, como nunca, es casi indistinguible. Pensemos en cualquier entrevista de alguna celebridad: su ropa dice cada vez menos. Y si alguien luce muy elegante o muy bien vestido, se ve un poco raro, un poco fuera de lugar. Vivimos en el imperio del casual wear.
Pero hay un accesorio que, por algún motivo, a pesar de todo, nunca se siente fuera de lugar: el reloj. Ese podemos llevarlo todo el tiempo. Y no importa si es formal, rudo o de alta relojería: parece nunca estar fuera de tono. Pienso en John Mayer y su ropa. Este guitarrista suele vestir de la manera más común que uno pueda imaginar. Pero (y más bien debí escribir PERO) sus relojes nunca son ordinarios. Puede portar un resistente e increíble G-Shock o piezas de la más alta relojería, como un Audemars Piguet o un Patek Philippe, y siempre luce bien. Nunca fuera de lugar. Recuerdo cuando los manuales de estilo prohibían terminantemente el uso de relojes deportivos o de buceo en entornos formales. Hoy son lo más chic del mundo. Bendito momento en el que uno puede usar el reloj que se le pegue la gana.
Lo que dice un reloj de quien lo porta
Creo que lo más importante de un reloj es lo que dice de quien lo porta. Y desde luego no me refiero a si es una pieza baratita o más cara que un Lamborghini. Puede ser un Casio sencillísimo, como el que portaba el Papa Francisco, o una joya demencial. Todos dicen algo de quien los lleva: si es una persona práctica, sencilla, compleja, ostentosa. Para bien o para mal, el reloj habla de nosotros de una forma increíblemente elocuente, porque habla de lo que valoramos.
Ahí es donde el reloj deja de ser una pieza funcional y donde también el tema del lujo pasa a segundo término. Pienso en mi Orient Bambino 2: un reloj que hace unos años hubiera sido lo más ordinario del mundo. Pero hoy, para empezar, es un reloj de muñeca, lo cual ya es mucho decir. Segundo, es automático. Tercero, es una pieza de una marca sólida. Cuarto, tiene un movimiento propio, lo cual es cada vez más raro incluso en relojes que cuestan el triple. Y tiene esa tridimensionalidad, esos acabados, esos brillos, un cristal fascinante que lo vuelve un gozo, una dicha que con las pantallas planas y los píxeles se pierde totalmente.
Los relojes sin pantallas OLED tienen hoy una capa que antes dábamos por hecho: la experiencia de admirar la máquina del tiempo. Aunque sea un reloj sencillo, un field watch, el relieve del estampado de los dígitos ya eleva la experiencia. Y en el caso de los relojes mecánicos, el tic-tac en fracciones más allá del preciso aunque frío salto del segundero en un reloj de cuarzo agrega una capa adicional. Si es mecánico, darle cuerda ha dejado de ser una molestia para convertirse en un ritual. Y un reloj automático se convierte en una fascinante pieza del ingenio humano. Por eso los relojes esqueleto también tienen algo de hipnótico, como ocurre con los motores a la vista de Ferraris o Lamborghinis. Claro, con motores bellos queremos verlos, y a veces eso también pasa con los relojes.
El reloj: experiencia, búsqueda y significado
El reloj, más allá de su función de medir el discurrir del tiempo, es una experiencia que va desde buscar una cierta pieza para la colección, investigar, indagar, buscar en un lugar y en otro, o descubrir en una relojería ese reloj que de inmediato nos llama porque encaja perfectamente con nuestra vida, nuestro estilo, nuestros sueños, nuestras aspiraciones. Y es algo que llevaremos sobre la piel.
Es quizá la contradicción o la paradoja perfecta: la pieza íntima más visible. Toca nuestra piel, pero está tan a la vista del mundo como nosotros elijamos. Si preferimos la discreción y tener un gozo callado, lo tapará una manga. Y si lo ponemos al descubierto, nadie nos recriminará.
Entonces, cuando alguien me dice “yo ya no uso reloj”, lo que pienso es que, de verdad, no sabe de lo que se pierde. Porque la vida es mucho más que un tema funcional, pragmático. La vida es ese conjunto de experiencias, conocimientos, gustos que nos hacen sentir vivos. Y yo no sé para los demás, pero para mí un reloj es una parte absolutamente integral de mi día, de cómo me siento o, incluso mejor aún, de cómo me quiero sentir.
Así que, cada vez que alguien me dice “yo no uso reloj”, sonrío, echo una mirada a mi muñeca y, sin decir ni pensar nada, experimento ese gozo que el otro ha decidido perder, pero que a mí, aquí y ahora, me acompaña.


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